Dormir con la pobreza
Crónica a propósito del Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza, que se conmemora cada 17 de octubre desde 1993.
Sobre la calle Senda Mágica, en el fraccionamiento Milenio III, camina una mujer de unos cincuenta y cinco años. No vive aquí, evidentemente. Sus zapatos gastados, los únicos que tiene, y su pantalón roto, contrastan con los BMW, las cámaras de vigilancia y las casonas con alberca. En su propio país, ella es extranjera.
Se trata de Josefina, una mujer que ha hecho de limpiar casas ajenas no solo un oficio, sino prácticamente su vida. Desde hace 20 años, Josefina ha pasado un tercio de su tiempo diario fregando pisos y exprimiendo trapeadores. Sus manos y rodillas hablan por ella. Ambas adoloridas, ambas callosas.
Si pudiera, andaría más rápido, pero no puede. Sus piernas le duelen, tiene los pies hinchados. La subida desde la Avenida Constituyentes, totalmente a pie porque no hay camión, la ha dejado exhausta, jadeante. El sudor ya se apoderó de su frente, pero no importa. No puede detenerse porque ya va tarde. Todavía le quedan ocho horas de trabajo. El cansancio apenas comienza.
Con un sueldo de mil pesos a la semana, Josefina es una de las 55.3 millones de personas a las que el gobierno mexicano identificó, en 2014, dentro de una situación de pobreza (la cifra es superior por dos millones a la reportada dos años antes). En Querétaro, el número de pobres corresponde al 34.2 por ciento de la población, lo cual equivale a 675 mil personas en todo el estado. Como Josefina, un amplio porcentaje, vive y trabaja en la zona metropolitana de Querétaro.
Sin embargo, las cosas para ella no están tan mal. En su casa en la comunidad de Bravo, localizada en el municipio de Corregidora, Josefina tiene una televisión. No es muy grande, pero algo es algo. La compró su hijo Ramón, de 21 años, quien trabaja como obrero en una construcción. Además de Ramón, con Josefina viven sus hijas Cristina, de 17, y Laura, de 13 años. Los cuatro se mantienen con lo que ganan Ramón y Josefina. No hay más proveedores, su marido murió de diabetes hace seis años y desde entonces están solos.
No están tan mal, claro, tienen televisión, tienen luz, tienen celular, comida en la despensa. No tienen internet. Nunca han viajado fuera del país. No conocen la playa, nunca han estado en un hotel y si un día dejan de trabajar, no comen, pero no importa, hay gente que está peor, mucho peor.
Por debajo de quienes, como Josefina, viven en pobreza, hay otra categoría de personas que no alcanzan ni siquiera a cubrir sus servicios básicos. La pobreza extrema, según datos del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL), afecta al 3.9 por ciento de la población en el estado, mientras que un 14.8 por ciento carece de servicios en su vivienda y un 15.8 por ciento tiene limitaciones en lo que se refiere al acceso a la alimentación.
El Segundo Barrio de Dolores es un asentamiento ubicado en el municipio de El Marqués. Acceder es difícil, no hay camino pavimentado, solo una terracería que conduce hasta el caserío de lámina y de cartón. Sus ocupantes tienen oficios diversos. Hay pepenadores, obreros, vendedores ambulantes… la mayoría son albañiles.
Es el caso de Pablo Alonso, originario de una comunidad indígena en Amealco, Pablo llegó hasta El Marqués con su familia en búsqueda de mejores oportunidades. Su familia la integran su mamá, su esposa y sus tres hijos. Todos viven juntos en la misma casa hecha de lámina. Hay un solo cuarto. Tienen electricidad, pero no hay agua corriente. Sus necesidades las hacen en una letrina, en medio de moscas y otros animales. La pequeña choza huele a humedad. No tiene ventanas. No las necesita, después de todo, porque el frío entra desde las rendijas que hay en la lámina. La mamá de Pablo no habla español. Sus hijos no traen zapatos. Su esposa lleva unos huaraches muy viejos. Él unos tenis rotísimos. Uno ya casi no tiene suela.
Dos perros merodean cerca de la casa. Dos perros y una gallina, luego un gato. Entran y salen de la casa como si nada. Como si fueran los dueños. «¿Son tuyos?» le pregunto a Pablo. «No» se ríe «ninguno de estos animales es de aquí».
Cuando ríe, muestra los dientes. Los tiene maltratados, como sus manos, siempre blancas por la cal. Pablo es albañil. Sale todos los días desde temprano para llegar a la obra donde está trabajando ahorita, un fraccionamiento también ahí en El Marqués. Vuelve hasta la tarde. Su esposa y sus hijos también salen. Van al centro de la ciudad a vender artesanías. Las artesanías las hace la mamá. Ella se queda en la casa. Ya no quiere salir, la desgasta mucho, dice Pablo.
Me intriga saber si los niños van a la escuela, pero no lo pregunto, no quiero oír la respuesta. Con todo y las carencias con las que vive, Pablo cree que están mejor aquí que en Amealco. Dice que aquí tienen un futuro. No sé qué pensar. Miro el único foco que hay en la cabaña y decido que quizá tenga razón.
Hay gente peor que él y peor que sus niños sin zapatos, peor incluso que los perros sin dueño que pasean dentro de su casa, y que la gallina y que el gato y que las moscas sobre la letrina. No hace falta salir del país para encontrar gente aún más pobre. No es necesario ir a África o al Sureste Asiático. No es necesario ir Haití. Haití viene hasta nosotros, si queremos, pero no queremos.
La pobreza extrema en México afecta a 11.4 millones de personas. En este caso, es ligeramente menor a la de 2012, que se situó en 11.5 millones. Disminuyó la pobreza extrema, pero aumentó la pobreza general. Hay comunidades, lejos de la zona metropolitana, donde una vida como la de Pablo, ya huele a lujo. Sin embargo, eso es difícil de creer. Es difícil de creer si estás en el Segundo Barrio de Dolores.
Poco a poco, el barrio desaparece, la terracería se convierte en carretera y el camino se llena de cotos de lujo. Atrás quedó el Segundo Barrio. Atrás quedó Pablo, sus hijos. Un poco más para allá, justo hacia donde se pone el sol, están Milenio III y otras colonias medio lujosas. Ahí está Josefina en este momento, fregando pisos, limpiando el patio, bajando los cien metros de pendiente, con sus piernas cansadas, para esperar el camión y rezando para que no se le acaben los mil pesos a la semana que con mucho esfuerzo logra reunir.