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Levrero, el rey de los raros

Por David Eduardo Martínez - 15/08/2017

En su simpática novela Bartleby y compañía, Enrique Vila Matas escribió que las digresiones son estrategias contra la muerte. Si nos atenemos a lo precisado […]

 Levrero, el rey de los raros

Ilustración: Erik Kriek / Bananafish

En su simpática novela Bartleby y compañía, Enrique Vila Matas escribió que las digresiones son estrategias contra la muerte. Si nos atenemos a lo precisado por el catalán, resultará que su colega uruguayo Mario Levrero es el gran inmortal. Nacido en Montevideo en 1940 y fallecido en la misma ciudad en 2004, Levrero ha pasado a la historia de la literatura como un escritor ‘extraño’. Si tradicionalmente los críticos se han referido a Uruguay como un país productor de ‘literatura rara’, a Levrero se le estigmatiza (o se le condecora, todo depende de cómo se mire) como un raro, rarísimo, entre los raros. No hay, sin embargo, un consenso sobre qué es lo que constituye el rasgo más fundamental de su rareza. Algunos señalan la heterogeneidad de sus temas, otros su afición a temáticas ocultistas, su imaginación siempre desbordada o la forma en la que sintetizó lecturas ‘cultas’ con lo más desfiguradón del género policial. A Levrero le gustaba el eclecticismo, la carretera secundaria por donde nadie quiere meterse.

Un ejemplo de su rareza monumental es La novela luminosa. Esta obra, inclasificable e inasible por donde se le mire, es una de las mejores herramientas para constatar no solo la rareza de Levrero, también su desproporcionada genialidad y su ímpetu digresivo que lo llevó a fusionar, de un modo que roza lo macabro, las presuntas diferencias que existen entre la vida y la obra de un autor. Para comenzar a hablar sobre el libro, es preciso seguir algunas advertencias: en primer lugar, tenemos la motivación que, según el autor, lo condujo a escribir esa obra de casi mil páginas; el uruguayo dijo que lo que intentaba era reproducir cierta experiencia enigmática, mágica, bella, que experimentó alguna vez y que lo atormentó desde entonces. En segundo lugar, tenemos las características propias de la obra; del total, cerca de trescientas páginas pertenecen con propiedad a lo que podría considerarse La novela luminosa, el resto, las primeras setecientas cuartillas, integran un apartado especial a modo de prólogo que el autor decidió titular Diario de la beca.

El Diario de la beca se llama así porque Levrero lo escribió mientras recibía una Beca Guggenheim para la redacción de su novela. En él, lo que encontramos básicamente son lamentos que oscilan entre los inconvenientes de la vida cotidiana del autor y su incapacidad para comenzar con la novela por la cual recibió el apoyo de los Guggenheim. Hay mucha genialidad en esta digresión constante, genialidad que va desde la voz de escritor atormentado (muy en sintonía con voces, por ejemplo, de narradores judíos estadounidenses) hasta la procrastinación como eje narrativo. Hay momentos tan verdaderamente luminosos como los que alcanzó Josefina Vicens en El libro vacío, que narra la nada, el tedio, pero como si se tratase de la mayor de las aventuras. Es importante remarcar que a diferencia de lo que sucede con Vicens, en Levrero la narración tiene tintes mucho más cómicos que graves. Es una tragedia para él no poder comenzar su novela (y ser adicto a la computadora y no poder ordenar su vida sentimental), pero le permite al lector reírse de eso y participar de sus delirios y manías más personales. No es un pontificador, Levrero, sino un impostor que sabe muy bien que lo es y nos lo dice con el más grande descaro.

Las reflexiones sobre la literatura se tejen en la novela con algunas descripciones sorprendentes de los elementos más baladíes que Levrero introduce desesperado, como si esperara así llenar un gran vacío. Como si la página en blanco fuera una auténtica tortura para él, algo insoportable. Levrero demuestra aquí su capacidad como acróbata del vacío, como narrador capaz de hastiarse, pero también de hacer algo con esa sensación. No son éstas, claro, las únicas virtudes presentes en el trabajo del uruguayo, hay otras cosas igualmente llamativas durante esta desnudez constante del yo, que también es una disculpa y una suerte de cartografía de ese objeto que él como narrador nunca pudo aprisionar y que ahora descansa sin contemplación dentro de la verdadera novela luminosa. Levrero se disculpa así con los lectores por ofrecer algo que él considera es un producto deficiente y fracasado en su propósito de retratar ese momento luminoso de su experiencia vital que, por más enriquecedor que fue en su momento, no se deja ahora capturar y convertir en una nueva criatura del autor.

La paradoja aquí está en que esa luminosidad que él busca colocar en la verdadera novela, se filtra por montones dentro de su novela-prólogo falsa y nos sugiere que Levrero ha hecho un descubrimiento magnífico en lo que se refiere al cambio de centro de la literatura. Con su digresión infinita, Levrero elimina la trama, como lo pretendían en su momento vanguardistas como los franceses del Nouveau Romain, y también hace de la periferia el centro de su escritura. Lo más marginal, el prólogo, lo que solo viene a acompañar el texto que vale la pena, es aquí el punto central y se sirve primero. La eliminación de la trama por medio de digresiones no es, por supuesto, ningún hecho fortuito. En este orden (el literario) de las cosas, trama es igual a vida, pero vida implica muerte. Si eliminas la trama, destruyes la muerte y la conviertes en algo que se queda siempre por venir.

Lo más interesante del Levrero que escribió La novela luminosa, es que no está solo. Digresores monumentales como él pueblan la literatura contemporánea y se volvieron especialmente prolíficos en el Cono Sur. Ahí tenemos por ejemplo a Alberto Laiseca, autor de otra digresión literaria monumental de más de mil 500 páginas. La irracionalidad de Alberto Laiseca, dicen los críticos literarios, es una contestación frontal a la racionalidad de Borges. Algo similar puede decirse de Levrero, quien con su ‘irracionalidad’ llevó la literatura a niveles insospechados.

A la búsqueda de inmortalidad de Levrero se unen algunos dementes de la calaña de Henry Darger, ícono del Art Brut y célebre por una novela-collage de más de 3 mil cuartillas donde narra las aventuras de las ‘Vivians’, un grupo de niñas católicas con pene (se presume que Darger nunca supo cómo eran los genitales femeninos) que luchan contra los ‘Glandelinianos’, seres que odian a los niños y que al parecer buscan destruir la cristiandad. Además de esta obra, a Darger se le atribuye también una autobiografía en la que solo 200 de las mil 300 páginas hacen referencia a él y a su vida. El grueso de la narración, Darger lo aprovecha para hablar sobre la destrucción que un tornado llamado Sweetie Pie causa en un pequeño pueblo de Oklahoma. Que narradores como Darger y Alberto Laiseca puedan hermanarse en este sentido con Mario Levrero, habla de lo demencial que existe en la obra del uruguayo, de su voluntad de digresión permamente y de su dominio sobre los territorios más raros que alberga la literatura americana.


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