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La escritura como una búsqueda de cabezas

Por David Eduardo Martínez - 01/06/2017

Reseña de ‘El buscador de cabezas’ de Antonio Ortuño, que fue reeditada este año por la editorial Tusquets en una versión corregida y ampliada por el autor.

 La escritura como una búsqueda de cabezas

Foto: A. Noriega

Un exnazi mexicano, renacido como periodista, se enamora de una fotógrafa punk. En el proceso, se enfrenta a una dictadura, impulsada por sus antiguos correligionarios, y a una serie de cambios que modificarán radicalmente las relaciones sociales y las condiciones de vida de su país. Esto, más o menos, es lo que nos dice la contraportada de El buscador de cabezas, primera novela del escritor tapatío Antonio Ortuño que fue reeditada este año por la editorial Tusquets en una versión corregida y ampliada por el autor.

Ortuño es un narrador que desde el principio ha llamado la atención por su narrativa escrita con cierta distancia respecto a las formas dominantes en la literatura mexicana. No es un costumbrista, ni un historiador, ni un crítico en el sentido habitual. Ortuño es otra cosa. Muy crítica, sí, pero otra y eso queda en evidencia desde la primera novela que publicó cuando apenas era un reportero desconocido con treinta años recién cumplidos y una disciplina infatigable tanto para acumular lecturas como para escribir. Su rareza, su humor, su capacidad para incomodar con inteligencia lo hicieron merecedor en 2007 de colarse entre los finalistas del Premio Herralde de novela con Recursos humanos. Ese mismo año, publicó su primer libro de cuentos de tal forma que, a los 31 años, tenía ya tres libros, todos de una longitud considerable, dentro de su haber.

En el caso de El buscador de cabezas, nos encontramos con una virtud muy importante: la capacidad que posee Antonio Ortuño para sintetizar, en un solo texto, un personaje francamente vomitivo y un humor fascinante que convierte al lector en una especie de voyeurista ante las vicisitudes que se cruzan dentro de la narrativa. Cuando digo que el protagonista es vomitivo, no lo digo porque esté mal construido, todo lo contrario; Ortuño lo quiere vomitivo y vomitivo es como nos lo presenta. Desde las primeras líneas queda patente la abyección que posee a Alex Faber, pobre fascista renegado que abandonó las filas del ‘movimiento’ por el mismo motivo que se unió a ellas: su capacidad natural para ser arrastrado, para soportar palizas sin quejarse, para ser, pues, un gusano, un personaje triste, patético, que a sus veinte pocos años razona como si tuviera ochenta y ve signos de decadencia por cualquier rendija de la vida en la que se desenvuelve.

A lo largo de la narración, vemos a Alex Faber recibir insultos, desprecios y convertirse en víctima de una manipulación cuyas dimensiones no alcanza nunca a comprender. Es Faber una carne turbulenta, trémula, cuya existencia obedece solo al capricho y la voluntad de los demás, de los poderosos, que lo rellenan de humillación y lo utilizan en su provecho. Sus necesidades, sus gustos y sus intereses, desde su situación amorosa hasta su interés por la literatura, quedan constantemente aplazados y pisoteados tanto por los ‘buenos’ como por los ‘malos’, todos ansiosos de manipular a Faber a su conveniencia, ansiosos de que Faber sirva a sus intereses.

Es importante, sin embargo, aclarar que esta situación, este desdoblamiento perpetuo de Alex Faber en un ser abyecto, no lo despoja nunca de su condición de héroe. La narración, de hecho, existe porque Faber (el ‘buscador de cabezas’, es decir, el periodista) la tiene que contar, es su única forma de redimirse, ceder a ese último ejercicio de sumisión, esa esclavitud final que se encarna en la escritura con la esperanza, piensa él, de restituir cierto orden, enderezar ciertas cosas.

El personaje de Faber adquiere entonces una importancia descomunal porque nos revela la necesidad de tomar en cuenta que los héroes, por lo menos en un sentido simbólico, no son entes perfectos. Faber es débil, miserable, mediocre, cobarde y aun así, logra atestar un sillazo al novio agresor de la chica que ama. Este novio agresor es un personaje importante porque funciona como un contraste de Faber: musculoso, hábil, comprometido, izquierdista. Aun así, al final revela ser una pantomima. No hay pues héroes verdaderos y ese es un mérito de Ortuño porque nos habla de un autor capaz de trazar una narrativa humana en donde los personajes son como son hasta que no les queda de otra.

Alex Faber hace pensar en los personajes de Michel Houllebecq. Esos universitarios cuarentones, con crisis existenciales, que están siempre preguntándose qué pueden hacer para salir del fondo del pozo y que en el proceso se dejan poseer por las ideas más repulsivas. Algo de eso hay en Faber, y en la narrativa de Ortuño, en general, pero a diferencia de lo que sucede con el francés, en Ortuño hay esperanza. Para Houllebecq, no hay esperanza posible, todo en Houllebecq, gran lector lovecraftiano, es la dominación, el terror más absoluto. Ortuño tiene un humor negro, pero en el fondo es humanista. Faber será lo peor, vivirá experiencias terribles, pero encontrará la paz o por lo menos algo que se le parece. Ya decadente, torcido, pero equivalente a la paz.

No todo, por supuesto, es perfecto en la novela de Ortuño. Como todo trabajo primerizo en El buscador de cabezas existen ciertos vicios que hacen de la novela una lectura que podría ser mejor. El mismo autor lo ha reconocido en reiteradas ocasiones y, por eso mismo, ha insistido en sacar una segunda edición con correcciones. Entre las cosas que podrían cambiar en la novela, está quizá la reiteración de ciertos pasajes innecesarios y la construcción inverosímil de ciertos personajes. Algunos personajes como Sony, la fotógrafa izquierdista de la que se enamora Alex Faber, comienzan como personajes fuertes y después van perdiendo su brillo hasta que diluyen casi por completo. Otros, como el nazi Teufel, giran en el sentido opuesto. De personajes apocados pasan a ser la concentración de todo el mal dentro de la narrativa. Hay algunos más, como Rocío, pareja ocasional de Faber, cuya presencia no termina de justificarse más allá de la posibilidad que brinda para caracterizar al protagonista en sus relaciones. Lo mismo ocurre, por ejemplo, con el Cardenal, el cual, no obstante, hacia el final de novela se convierte una figura interesantísima; todo achacoso, maldiciente, enfermo y, eso sí, resguardado dentro de un templo monumental como si fuera un príncipe de la baja Edad Media. Algo similar podemos decir de Joaco, el esposo izquierdista de Sony quien, en su gorilismo e incongruencia, aparece como uno de los personajes mejor retratados dentro de la novela.

La de Ortuño es entonces una novela con defectos pero también con aciertos monumentales no solo de orden literario, sino también político y sociológico. Es este aspecto de la novela, justamente, al que quizá convendría prestar más atención en un contexto como el nuestro, en el que ya vemos a varias figuras de peso nacional anunciar sus aspiraciones a ocupar Los Pinos entre el 2018 y el 2024. El escenario político que nos plantea Ortuño es distópico. La situación del país que retrata es desesperante y la población busca las respuestas fáciles y las encuentra en rincones bastante poco convenientes. Una mujer, una empresaria, más bien, desea llegar a la presidencia para ‘restituir el orden moral’ y los ‘valores’ que, según ella, ha perdido el pueblo mexicano. La organización que la impulsa no es un partido político tradicional sino una ‘asociación civil’ que responde al nombre de Manos Limpias. Entre los enemigos con los que cuenta la famosa organización Manos Limpias están las mujeres que abortan, pero también los artistas que ejecutan ‘obras blasfemas’ e incluso los indígenas a quienes, en la retórica de la organización, se les describe como causantes del presunto atraso en el que se encuentra el país descrito con animosidad e ingenio por Antonio Ortuño.

Picanas, policías torturadores y segregación radical entre ricos y pobres, son algunos de los elementos que constituyen el fondo en el que se desenvuelve la novela. En este sentido, sería pertinente señalar el acierto que tuvo Antonio Ortuño, no solo en imaginar cómo sería el México necrofilizado que nos heredó el calderonismo (recordemos que la novela se publicó en 2006), sino también el giro radical que solo diez años más tarde se produciría con la aparición de frentes populistas de derecha revestidos de ‘iniciativa ciudadana’ alrededor del planeta. La de Ortuño es una novela profética en todo sentido. Una novela que se anticipó a su tiempo y que ahora, once años después de que viera la luz, se ha vuelto muy pertinente e indispensable para todo aquél que desee asomarse en el abismo y la vida triste de quienes, como Faber, deben resignarse a la realidad opresiva del buscador cabezas, ya sean físicas o periodísticas, se entiende.


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