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Esplendor de Cadáveres

Por Staff Códice Informativo - 01/06/2017

Los días 13 y 14 de noviembre de 1999, el Museo de la Ciudad se convirtió brevemente en la capital del movimiento dark, congregando un público enorme.

 Esplendor de Cadáveres

Foto: P. Guerra

Por: Felipe Osornio

 

Era el año 2007, cursaba el taller de máscaras de látex impartido por William Nezme y Paty Paniagua en el Museo de la Ciudad. Tenía 16 años cuando escuché hablar por primera vez sobre aquel descabellado festival de arte alternativo en el que se habían llevado a cabo acciones oscuras, inefables y nefandas, mismas que me emocionaron hasta la médula e hicieron volar mi imaginación mientras esculpíamos monstruos en plastilina gris.

Todo comenzó cuando el Museo de la Ciudad, bajo la dirección de Gabriel Hörner, organizó Esplendor de Cadáveres, el primer festival dedicado enteramente a la cultura dark, tomando como temas principales la muerte y el cadáver. Bajo la premisa de legitimar las ideologías de ciertos grupos jóvenes interesados en este tipo de cultura alternativa, que se había hecho latente en el estado y el país, el festival buscaba mostrar los entrecruces de la alta cultura y el arte con lo oscuro. El movimiento dark llegó a estas tierras algo desfasado, pues en otras latitudes tuvo sus inicios en la década de 1980, pero con mucha fuerza.

El primer festival se realizó el 13 y 14 de noviembre de 1999, su cartel comprendía música, artes plásticas, conferencias y performance. La mayoría de sus participantes vinieron de otras partes del país; se llevaron a cabo mesas de discusión con ponentes como Naief Yehya, Edgardo Ganado, Fernando Prieto, Rebeca Maldonado, Paulina Rivero, Greta Rivara y Carlos Mendoza; se expuso la obra de artistas plásticos como Canek Alfonso, Yolanda Andrade, Ricardo Anguía, Jordi Boldo, José Fors, Rubén Maya, Katia Olalde, Carlos Ximénez, Nahum B. Zenil y el colectivo SEMEFO; y se realizaron conciertos de músicos y bandas alternativas como Encefálisis, El Gran Señor de la Mierda, Ad Vitam Aeternum, Erra, OGO, Veneno para las hadas, Configuración 02 y Sociedad Minimalista. La mayoría de estas bandas formarían parte del infame Colectivo Binaria, grupo de culto que sacudió la capital mexicana con intervenciones sonoras y performances radicales y transgresores.

Entre las instalaciones de SEMEFO hechas con fluidos corporales y cenizas humanas, los cadáveres abiertos de la pintura de Martha Pacheco, las escenas terroríficas de los cuadros de Arturo Rivera y el ruido electrónico de Encefálisis, el Museo de la Ciudad se convirtió brevemente en la capital del movimiento dark, congregando un público enorme. Darketos vestidos con cuero negro y estoperoles inundaron las salas, patios y foros del museo, además de estudiantes, curiosos y público en general que llegaron a echar un vistazo a las expresiones tenebrosas y sórdidas que cuestionaban los valores de la moral en turno.

El impacto, como era de esperarse, fue bastante profundo y tuvo una gran influencia en muchos de los artistas locales, y más aún en la sociedad queretana en general. Por primera vez en la historia de Querétaro, un museo mostraba otro tipo de arte completamente diferente al aburrido arte de caballete que siempre se había podido ver en el estado. El arte no debía ser ‘bello’ para ser arte. Este tipo de arte: desgarrador, asqueroso, abyecto, extraño, diferente, había logrado, por fin, abrirse paso en Querétaro.

Una de las acciones más radicales presentadas en el festival, fue el performance Autoexorcismo realizado por Sociedad Minimalista, conformado en ese momento particular por Madame Fatal y David Escamilla, alias Dr. Kontra, creador del proyecto sonoro Encefálisis. El performance se realizó en un lapso entre la medianoche y la madrugada del día de la clausura del evento. Cuentan que al público se le pedía entrar, de uno en uno, a una pequeña instalación dispuesta en la sala del museo conocida como El Baño de las Monjas, en la entrada se les pedía que se colocaran guantes de látex, diciéndoles que, cual ginecólogos, procedieran a «examinar a la paciente», tratándose del cuerpo de una mujer desnuda sobre una plancha. Mientras el público realizaba obedientemente su labor, la mujer expulsaba sorpresivamente objetos aleatorios por la vagina, entre ellos un ojo real de ternero o huevos cocidos.

Sobra decir que, con tales manifestaciones, este festival cimbró el ambiente artístico y a la sociedad del estado en general, pero no sería sino tres meses después cuando esto llegaría a sus máximas proporciones. La prensa local y ciertos grupos sociales vincularon al festival Esplendor de Cadáveres, y a los artistas involucrados en él, con el trágico suceso ocurrido el 7 de enero del 2000, cuando el cadáver descuartizado de una joven de 14 años fue encontrado envuelto en bolsas de basura repartidas en tres diferentes puntos del Centro Histórico.

La víctima, identificada como Blanca Erika Zamora Puga, fue asesinada en su propia ‘fiesta’ de cumpleaños, organizada por Bruce Hernández Guerrero de 22 años, Ramsés Emmanuel González García de 18, Francisco Olvera Escobedo de 21, Torli Denith García Trejo de 18 y Enrique García Martínez ‘El Henry’, también conocido como ‘El Crazy’, de 28 años, quienes supuestamente conformaban la secta ‘Los Darketos’, a la cual la prensa describió como una banda satánica que mantenía constantes prácticas relacionadas al ocultismo, vampirismo, sadomasoquismo, homosexualismo, lesbianismo y perversión sexual. Según los reportes policiacos, Blanca fue cercenada; la cabeza, ambos antebrazos, y las piernas desde las rodillas le fueron desprendidas del resto del cuerpo.

Se dice, también, que Blanca se encontraba en trance cuando comenzaron a asfixiarla con una pesada cadena que enredaron alrededor de su cuello. Al ver que la joven no se movía y creyendo que había muerto, ‘El Crazy’ mutiló su cuerpo con ayuda de un cutter exacto y posteriormente se ayudó de un pedazo de segueta para completar el atroz acto, en un supuesto ritual satánico inspirado en libros vampíricos y juegos de rol como ‘Vampiro: la mascarada’, que versa sobre la existencia de vampiros antediluvianos que coexisten con los humanos desde tiempos inmemorables, y del cual los miembros de esta secta se declaraban fans. Los involucrados en el asesinato fueron detenidos y declarados culpables, algunos de ellos sentenciados a la pena máxima de cárcel por 47 años.

La insistencia de la prensa de la época por vincular dicha tragedia con las manifestaciones artísticas de Esplendor de Cadáveres, y por consiguiente con el Museo de la Ciudad, radicaba en que, en sus declaraciones, ‘Los Darketos’ expresaron que solían reunirse en el museo y acudir a las tocadas de rock y música alternativa que se ahí organizaban. Esto fue suficiente pretexto para, como se dice coloquialmente, «colgarle el milagrito» a la dirección del Museo de la Ciudad como culpable directo de propiciar e impulsar este tipo de arte y cultura alternativos que venían a corromper a los queretanos.

A partir de ese momento comienza una cacería de brujas, una persecución en la que todo lo que estuviera mínimamente relacionado a lo que la sociedad entendía como ‘dark’ automáticamente se convertía en sinónimo de satanismo, violencia, riesgo, peligro, perversión sexual, esoterismo y un montón de apelativos más. Esto generó que toda la música alternativa, desde el rock hasta el black metal, se considerara como parte del problema, incluso vestirse de negro se había convertido, ridículamente, en tabú. Una nube extraconservadora se postró sobre el cielo queretano en los meses que siguieron a estos hechos, y la ciudad se sumergió en un ambiente insostenible que rayaba en la mojigatería y el pánico infundado. Se dijo de todo: que la música de los artistas invitados al festival incitaban al satanismo y que contaminaban la mente de los jóvenes, que el arte era el peor enemigo de las buenas conciencias, e incluso se acusó al director del museo de estar a favor de estas prácticas. 

No está de más resaltar que, detrás de esta batalla mediática en contra del Museo de la Ciudad, estaban los intereses de la entonces dirección del Instituto de Cultura del Municipio, que buscaba apoderarse del inmueble del exconvento de Capuchinas para sus propios fines, y aprovecharon las circunstancias para desacreditar la dirección y existencia del recinto. El verdadero monstruo detrás de todo no era el arte alternativo o el performance, tampoco el darketismo, sino los intereses políticos, como suele pasar a menudo.

De esta manera, la poca contracultura en el estado quedó relegada para supuestos locos y asesinos. La palabra performance, que irrumpió de pronto en el contexto local, fue también estigmatizada como sinónimo de todas estas abominaciones, estigma que actualmente me toca vivir en mi día a día, al desempeñarme como artista de dicha disciplina en esta ciudad. Todavía a la fecha, hay personas que escuchan performance y entienden magia negra, asesinatos, violencia, mutilación, satanismo, orgías, rituales y sacrificios. Efectivamente me entiendo como uno de los artistas descendientes de esta herencia maldita que, nos guste o no, cargamos y por la que el arte de performance se entiende, con extrañeza y confusión, como algo indeseable y pernicioso.

Existen otras historias que vinculan al Museo de la Ciudad con el performance y el dark side del espectro cultural, como aquella alucinante acción realizada por ‘El Chamaco’ cuando se robó un feto de una muestra de biología del CONACYT que ahí se exponía y posteriormente procedió a despedazarlo a la vista atónita del público asistente, que se preguntaba si lo que veía era real o no; o la pieza titulada No recuerdo nada, absolutamente nada de lo que me dijo, exhaustivo performance duracional realizado por la artista sueca Diana De Aguinaga en la que pasó cinco horas diarias durante ocho días invitando al público a beber con ella en una instalación que simulaba una cantina dentro del museo; la artista exploraba el alcoholismo de su propio padre y algo mágico ocurrió cuando su padre, por iniciativa propia, se sumó a la acción al acompañarla en su performance mientras él, además de beber, tocaba el piano.

Desde entonces, este museo ha sido casa para mucho del performance que se realiza en Querétaro, desde Azucena Germán limpiando los restos de una inauguración con una esponja, pasando por el happening interdisciplinario entre el pintor Raúl Sangrador y el trompetista noruego Didirik Ingvaldsen, las performances de Valerio Gámez que incluían una monja coronada y cristos supermodelos que vestían su ‘moda dolorosa’ mientras un coro de niños acólitos cantaban temas religiosos, hasta los performaces más recientes ejecutados por colectivos como Tres Veces Tres y Violeta Luna.

Para Gabriel Hörner, aquella época a finales de los 90 y principios del 2000, fue la más dura y crítica para el Museo de la Ciudad, pero también fue uno de los momentos clave para entender la conformación de la escena del arte contemporáneo, y por consiguiente del performance, en el estado. Afortunadamente, aquella batalla mediática en contra de este espacio quedó en el pasado y aún tenemos museo para largo rato. Desde mi punto de vista, este museo es lo mejor que le ha pasado al arte contemporáneo en Querétaro.

 

Fragmento del texto «Anécdotas de un performero».


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