Agravó la pandemia el malestar psicológico
Los signos han aumentado de manera variable y en función de causas diversas. La persistencia en el tiempo de la distancia social y la reducción de vínculos ha provocado efectos de desorientación y cuando nos alejamos durante un tiempo, quedamos a solas con nosotros mismos.
La pandemia, ahora ya lo sabemos, es en realidad una sindemia, tal como nos recordó Richard Horton. En tanto acontecimiento traumático que surge bruscamente y sin que podamos todavía darle una significación completa sus consecuencias van mucho más allá de la crisis sanitaria. Alcanzan otros ámbitos, como el social, económico, laboral, familiar y, por supuesto, psicológico.
Casi dos años después, somos más conscientes del peaje psíquico que nos ha supuesto la pandemia en términos de salud mental. Los signos de malestar psicológico han aumentado, si bien lo han hecho de manera variable y en función de causas diversas. Jose Ramón Ubieto, Profesor de los Estudios de Psicología y Ciencias de la Educación de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC) destaca las más importantes.
Por una parte, la persistencia en el tiempo de la distancia social y la consiguiente reducción de los vínculos. Esta ha provocado efectos de desorientación a muchas personas. Los seres hablantes necesitamos al otro como referencia. Su contacto mediante la palabra, pero también cara a cara. Cuando nos alejamos durante un tiempo, quedamos a solas con nosotros mismos.
Es allí donde, para algunos, la angustia se hace insoportable y el recurso al consumo se convierte en una ‘falsa solución’. Esto ha implicado incumplimientos durante las restricciones más duras. Al fin y al cabo, perder los vínculos es perder un apoyo básico para nuestra salud mental.
La segunda causa es la acumulación de pérdidas: vidas, salud, trabajo, economía, abrazos, proyectos profesionales y personales… Aquí, las vivencias subjetivas son muy variadas. Desde quienes han experimentado una pérdida irreversible, como es la de un ser querido, hasta los que han vivido como una pérdida importante las restricciones de movilidad. Para cada quien, esa situación requerirá un duelo más o menos prolongado, con sus afectos depresivos.
Finalmente, otra razón del malestar psíquico la encontramos en la incertidumbre sobre las causas, las consecuencias, las soluciones y el final, para el que todavía no hay fecha. Las vidas pandémicas son vidas en estado de alarma permanente. Eso repercute en nuestro nivel de ansiedad y angustia. A veces, nos paraliza. Otras, nos aboca a un activismo para encontrar –en ese hacer– alguna certeza que nos alivie.
Si analizamos los efectos de la pandemia en diferentes colectivos, conviene diferenciar claramente entre dos consecuencias. Por un lado, trastornos de salud mental, que no han aumentado significativamente. Por otro lado, signos de malestar psíquico, que sí se han incrementado y generalizado. Mientras que un trastorno tiene una entidad propia y requiere de un proceso de génesis largo, un malestar reactivo a una crisis es un fenómeno con una duración más corta y menos incapacitante. Puede, no obstante, ser muy grave y doloroso.
Para los niños y niñas, la pandemia ha supuesto un aumento de los miedos, tanto diurnos como nocturnos. Muchas veces es el reflejo de los temores que captan en los adultos. Simultáneamente, los límites en la socialización han afectado a su estado de ánimo. En su caso se manifiesta no tanto en efectos depresivos claros, sino en falta de apetito, insomnio, irritabilidad o hiperactividad. Los adolescentes, por su momento vital, no conocen la fórmula sin contacto. Necesitan del grupo como soporte para superar los ritos de paso e iniciarse en el mundo adulto (consumos, sexualidad, amistad…).
Cuando ese soporte no se acompaña del contacto físico –y se sustituye solo por la virtualidad o por el contacto más estrecho con los progenitores– aparecen los fenómenos de ansiedad, depresión, los trastornos de la conducta alimentaria, las autolesiones –en casos extremos, el pasaje al acto suicida– o el aislamiento en su habitación.
La desescalada supuso, para muchos, un retorno de las exigencias escolares y sociales difícil de asumir. Fue entonces cuando ese malestar psíquico se hizo más patente. El fenómeno actual de los botellones y las fiestas masivas se explica, en parte, por la necesidad de recuperar esas satisfacciones pérdidas, para ellos muy deseadas. Al final, el verano adolescente es un momento en el que pueden surgir muchas novedades. Perder esa oportunidad se vive, en ocasiones, de manera dramática.
Otro grupo cuya salud mental se ha visto especialmente afectada ha sido el de las mujeres víctimas de violencia machista, que han quedado silenciadas tras los muros de la casa. El confinamiento les ha supuesto una barrera para poder denunciar y hablar sobre el impacto de esa violencia en sus cuerpos y en su salud mental.
Para ciertas personas mayores, la pandemia ha supuesto el encuentro con una soledad forzada, no deseada. Desconectar de su red familiar ha provocado desamparo psíquico en un momento de la vida en el que la fragilidad los hace más vulnerables. No solo física, también psíquicamente. En algunos casos, además, han sufrido pérdidas importantes, como la de su pareja.
No podemos olvidar a aquellos sanitarios que han mirado a la muerte de frente y han experimentado sensaciones intensas de impotencia ante un peligro real –el virus– que los sobrepasaba. Su malestar psíquico es signo de los efectos de esa angustia.
Lo que nos queda ahora es recuperar los vínculos mediante la presencialidad, afrontar los duelos individual y colectivamente y convivir con una incertidumbre que nos acompañará durante un tiempo. Para ello, deberemos encontrar una buena fórmula híbrida entre la presencia y lo virtual.