Partió el abuelo, pero no él.
Siempre lo extrañaré… Lo recordaré con su sonrisa de lado, su batín a cuadros, su pipa y su chiflido al llegar. Sobre todo nunca olvidaré […]
Siempre lo extrañaré… Lo recordaré con su sonrisa de lado, su batín a cuadros, su pipa y su chiflido al llegar. Sobre todo nunca olvidaré lo mucho que disfrutaba la vida.
El arquitecto Miguel Herrera Lasso Attolini, el abuelo Mike, nació el 19 de enero de 1927. En 1955 se casó con una gran mujer (a la que extrañó desde septiembre de 2009), tuvieron seis hijos, 16 nietos y dos bisnietos. Murió en la madrugada del 25 de febrero de 2014, rodeado por su familia y en completa paz, tendido en la cama de su casa. Como todas las decisiones que tomó en su vida, esta también fue definitiva: «ya me quiero ir», habrá dicho un día nada lejano. Y lo cumplió. Así era: se le metían ideas en la cabeza y no había forma de hacerlo cambiar de opinión. Testarudo o decidido, depende cómo se quiera ver, parecía que le costaba dudar. Él, más bien, sabía.
Su profesión iba con su carácter y su forma de ser. El título de arquitecto le quedaba bien: medio artista, medio cuadrado, medio inventor loco y observador completo. Le gustaba decir cómo hacer las cosas, le gustaba construir (no sólo edificios, también resolver problemas prácticos en casa) y creía en transmitir el conocimiento, no sólo a sus alumnos sino a todo el que se dejara. Recibió algunos premios en su vida, como arquitecto y como maestro, bien merecidos, y hay un aula con su nombre en «la universidad», como él le decía a la UNAM.
«Aquí estamos muy contentos y con un sol magnífico», me dijo el día de su cumpleaños número 87, que fue la última vez que hablé con él realmente. Siempre tuvo esa manera de expresarse, muy concreta pero a la vez emotiva. Te decía qué pensaba y qué sentía al mismo tiempo. Le gustaba hablar y que lo escucharan. Disfrutaba su cumpleaños, su santo, el día del padre y cualquier celebración en la que él fuera el festejado. Y le encantaba Cuernavaca, por su «sol magnífico» en pleno enero, su vegetación floreada durante todo el año, y por la simple excusa de tomarse una cerveza a medio día, comer rico y disfrutar de la naturaleza.
El abuelo tenía una relación específica con cada quien; hubo con quien fue más duro y a quien siempre sentó a su lado, pero todos nos sentíamos conectados con él de algún modo. Hijos, nietos, amigos, vecinos, alumnos o desconocidos, a todos nos parecía divertido, refunfuñón, bastante metiche y regañón, pero siempre involucrado; te hacía sentir que le interesabas. Curioso, siempre indagaba y, en sus mejores ratos, recordaba lo que le habías dicho. «Abusadísmo chamaco», siempre me decía cuando me preguntaba por Patricio. Daba gusto darle gusto, al menos a mí me gustaba, y sobre todo verlo disfrutar. Era de esas personas que te transmiten su sentir; si estaba feliz, lo sabías, pero si estaba incómodo o molesto también.
La semana pasada ya no hubo conversación; hubo preguntas de mi parte que él contestaba con monosílabos. Le dije que lo quería mucho. Se lo dije mucho en estos últimos días de su vida; todo lo que pude, aunque creo que ya lo sabía. No siempre estuve de acuerdo con él pero siempre disfruté sus conversaciones, sus bromas y sus observaciones. No sé para los demás, pero para mí fue el mejor abuelo que pude tener: cariñoso, con una gran personalidad y muy presente en mi vida. Fui muy afortunada porque hoy, que esa «casa de abuelos» que tanto disfruté se cierra para siempre, se graba en mi memoria como lo que toda «casa de abuelos» debe ser: el lugar donde me quisieron, me consintieron y me enseñaron un poco de qué se trata la vida.
«Mi nieta, la que escribe», me presentaba. Y me hacía sentir orgullosa de mi trabajo.
Siempre lo extrañaré… Lo recordaré con su sonrisa de lado, su batín a cuadros, su pipa y su chiflido al llegar. Sobre todo, nunca olvidaré lo mucho que disfrutaba la vida. Hoy partió el abuelo, pero no él. Se quedó en todos nosotros.
Begoña Sieiro Herrera Lasso
25 febrero 2014