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La ruptura de un imaginario cultural

Por Staff Códice Informativo - 17/04/2017

La industria cultural estadounidense ha construido por años la idea de que el presidente de los Estados Unidos es un héroe intachable, una estatua de bronce. Pero la vulgaridad trumpiana desafió el esquema

 La ruptura de un imaginario cultural

Foto: Gage Skidmore

Una de las películas favoritas de mi infancia fue Air Force One (Wolgang Petersen, 1997), en la que Harrison Ford interpretaba a un heroico presidente de los Estados Unidos que enfrentaba a puño limpio a los malosos terroristas de quién sabe qué país –seguro algún despojo de la antigua Unión Soviética, porque todavía no estaba de moda temerle a los musulmanes– que pretendían, obviamente, sumir al mundo en las tinieblas comunistas.

Me gustaba porque tenía una dosis perfecta de acción combinada con, según mi yo imberbe, un trasfondo político de altura. Además, ese James Marshall se parecía mucho al Thomas Whitmore (Bill Pullman) de Independence Day (Roland Emmerich, 1996) quien dejó su investidura presidencial para subirse a un F-16 y acompañar a sus compatriotas en una matanza alienígena.

Ambos personajes, rubios y bien parecidos, eran todo lo que uno esperaría de su presidente; políticos inteligentes, carismáticos y valientes, moralmente intachables e incluso con la fuerza y la audacia suficiente para batirse a balazos con los malos, ¿qué más quisiéramos?

Entonces, en la verdadera Casa Blanca vivía Bill Clinton. Ciertamente no era un guerrero, pero tocaba el saxofón y tenía sexo con jóvenes becarias no remuneradas, lo que satisfacía nuestro irrefrenable machismo, así que nos caía bien. Fue así como construí, como la gran mayoría, esta imagen bonachona del presidente gringo, el ‘líder del mundo libre’, el ‘hombre más poderoso del mundo occidental’. Claro, el tipo podía desaparecer medio planeta con solo apretar un botón, pero me quedaba claro que no era un desquiciado. El presidente de los Estados Unidos era siempre, irremediablemente, el bueno de la película.

Después vinieron a mí otras referencias culturales de lo que significa ser presidente de los Estados Unidos, y no son tan distintas. Quitando a Frank Underwood, un desalmado capaz de matar a un perro con sus propias manos para sacarlo de su miseria, los demás son, ante todo, buenos tipos.

Benjamin Asher, interpretado por Aaron Eckhart en Oylimpus Has Fallen (Antoine Fuqua, 2013), ya no era capaz de salvar al país disparando su propia arma, pero era un devoto padre con sentido humano que no estaba dispuesto a dejar a nadie sufrir a pesar de la amenaza norcoreana. En White House Down (2013), el alemán Roland Emmerich nuevamente ayudó a construir el imaginario del presidente de los Estados Unidos con un James Sawyer (Jamie Foxx) digno de Premio Nobel gracias a su plan para retirar a las tropas norteamericanas de Medio Oriente con un histórico proyecto de paz que casi le cuesta la vida.

Hasta aquí seguimos presenciando liderazgos impolutos que, si bien ya no son capaces de defender por sí mismos al país, dirigen desde su enormidad moral la resistencia contra la maldad. Ahora hay una tendencia en las series de televisión, haciendo de nuevo la salvedad de House of Cards, en las que presidente no es un guerrero, tampoco impoluto, pero sigue siendo, ante todo, buena gente.

En Scandal, Fitz Grant (Thomas Goldwyn) es un adúltero y bebedor que usa el famoso escritorio de la Oficina Oval como lienzo sexual, pero no es capaz de comandar las afrentas más lamentables de su administración. Es presidente gracias a un fraude electoral, y decenas de inocentes han sido asesinados para mantener la estabilidad de la República, pero de nada de eso está él enterado. Incluso, motivado por su superioridad moral, coquetea en más de una ocasión con dejar el cargo pero desiste cuando le convencen de que su permanencia es lo mejor para Estados Unidos. El país vive en un permanente estado de excepción para el cual es necesario tomar medidas extremas, sin embargo, estas no pasan por el escritorio del presidente, quien, ante todo, mantiene las manos limpias. Al final, el pobre termina siendo una víctima más de un sistema político opresor que se da sus escapadas gracias al frenesí amoroso que tiene con Olivia Pope (Kerry Washington), mientras, como mucho, se pelea con su propia conciencia.

Ahora veo Designated Survivor en Netflix. Después de varias recomendaciones me animé a buscarla ahora que me encuentro en ayuno forzado de series políticas –House of Cards arranca en mayo– y me atrapó de inmediato. No pude dejar de notar que Tom Kirkman (Kiefer Sutherland) es uno más de esos inmaculados presidentes que no rompen ni un plato.

Como Fitz Grant, Kirkman es una víctima de su entorno. Aún más correcto en su espacio familiar, dirige un gobierno corrupto y terrorista con el que, sin embargo, él no tiene nada que ver. Más bien él es quien lucha, desde la soledad de su corrección política, por salvar los valores de un gobierno descarrilado. La política, para los estadounidenses, parece ser producto de algunas mentes perversas ajenas a la sociedad, de la que más bien emanan figuras como Tom Kirkman, salvadores de la patria y hasta de la decencia humana.

La pregunta es, en todo caso, ¿dónde dejan esas historias a figuras como las del funesto Donald Trump? Mucho se ha hablado de Back to the Future 2 (Robert Zemeckis, 1989), en la que el personaje Biff Tannen, en un presente alterno, se ha vuelto inmensamente rico y, desde su podredumbre moral, llega incluso a ser presidente de los Estados Unidos. En esta comedia se atreven a dibujar a un personaje –basado de hecho en Donald Trump, según se dice– que funciona como la antítesis de la figura presidencial. Muy elocuente resulta que, en el argumento de la historia, este momento sea en realidad un error. Es posible imaginarse a la encarnación de las peores costumbres como presidente de Estados Unidos, pero eso sí, bajo la consideración de que eso en realidad es un adefesio de la historia, un alteración del curso natural de una sociedad que entiende que sus liderazgos se originan en sí misma, pero que ha construido un conveniente imaginario para justificarlo.

Donald Trump no es el presidente que encontrarás en las películas o las series estadounidenses. Según reportes de la prensa, vive solo en la residencia oficial porque su hijo pequeño y su esposa Melania –a la que campañas mediáticas han pretendido ‘salvar’ de una relación en la que se asume es violentada– se quedaron en Nueva York. Además, no hace ejercicio, se alimenta de comida rápida, no lee libros y más bien pasa su tiempo libre consumiendo horas de televisión, a la que incluso le ha dedicado tweets en vivo desde su cuenta personal, con la cual puede igualmente desestabilizar la economía mundial con una declaración incendiaria, o criticar la actuación de Arnold Schwarzenegger en The Apprentice, la que alguna vez fue su zona de confort y en donde su mayor gracia era acompañar su clásica gesticulación con un You are fired!

La industria cultural norteamericana es bien conocida por la labor propagandística que realizó, sobre todo, en la primer mitad del siglo XX, sin embargo, aún en nuestros días es un medio a través del cual este país sigue afianzando su posición en el mundo. Y aunque usualmente la realidad manifiesta no coincide de forma precisa con el imaginario construido, al menos los matices se revelan de forma sutil. Pero con Donald Trump y su vociferante actitud, esa rectitud moral que viene supuestamente aparejada con el cargo parece simplemente haberse perdido.

Es muy revelador que en la cultura mainstream norteamericana nadie haya retratado con vulgaridad la figura presidencial. Apenas ahora, en Saturday Night Live, Alec Baldwin ha tomado un nuevo aire en su carrera al personificar las pasiones más bajas de un presidente cuya más grande diferencia con respecto a sus predecesores es, quizá, que no tiene empacho en mostrarlas.

Habrá que ver cómo se comportan de ahora en adelante los guionistas de esta industria, mientras Donald Trump sigue deshaciendo el imaginario presidencial de los Estados Unidos. No es casual que, así como ayer el mundo se regodeó en la perfección de la familia Obama, hoy alucine con la figura de Justin Trudeau, o vea a Angela Merkel como el centro de la moral política universal. Hoy el presidente de los Estados Unidos ya no es un referente de la corrección política. ¿Podrá lidiar con eso la industria cultural de Estados Unidos?


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