San Matt Murdock, ruega (pelea) por nosotros
En estos tiempos, en los que al mal se le señala siempre afuera y en los que proliferan los gritos llamando a su eliminación de la faz de la tierra, conviene ver ‘Daredevil’.
Pocos minutos antes de iniciar con la redacción de este artículo, estaba sobre el sillón de mi sala, recostado, descalzo y con un plato hondo en manos lleno con chicharrón de puerco. Pese a la aparente calma que parecería evocar una descripción así, mi estado interior se caracterizaba por todo menos por su tranquilidad. Esto, básicamente, por dos motivos: en primer lugar, no encontraba forma de acallar a mi superyó, que me exigía, con progresiva insistencia, que tuviera la suficiente fuerza de voluntad como para abandonar ese letargo y ponerme a escribir. En segundo, y tal vez más importante, lugar, me resultaba imposible despegarme de la televisión y perderme un solo minuto las peripecias de Matt Murdock, Foggy Nelson y compañía en sus esfuerzos por salvar a Nueva York, a Hell’s Kitchen, más concretamente, de la inseguridad.
No sé qué clase de magia negra hace Netflix para mantener engachado a su público con sus series, pero lo que sea que hagan les sale bastante bien. Daredevil, como Jessica Jones y varias más de la misma calaña, es una serie producida a partir de los cómics de Marvel. Un sensacional experimento donde un formato estático, el dibujo, migra a la dinámica televisiva sin perder por ello la agudeza ni la profundidad de los personajes. La misma historia tuvo un desafortunado intento por llegar a la pantalla grande con Ben Affleck durante la primera década del siglo XXI, digo desafortunado porque la película presentó yerros no solo en la trama y el desarrollo de los personajes, sino también en su intento por emular o vivir a la sombra del éxito de la película que por aquel entonces salió sobre Spiderman (la que protagonizaron Tobey McGuire y Kristen Dunst inaugurando una saga que terminaría asfixiándose en su propio éxito).
Este Daredevil, el de Netflix, está bastante mejor logrado, dentro de lo cabe. No es perfecto tampoco, sigue teniendo problemas, sobre todo de velocidad. En ocasiones, pareciera que la acción tiene lugar demasiado rápido, no hay transiciones casi, y lo que sucede en meses, aparece como si se desarrollara en días, restando verosimilitud a las emociones de los personajes. No obstante, tiene espíritu, mucho y, como sugerí en el primer párrafo, es capaz de atrapar a los espectadores hasta envolverlos por completo en una intrincada niebla de misterios que nunca termina por resolverse del todo.
Lo que más destacaría de esta versión, es la fidelidad que muestra, en lo que se refiere a los cómics, al trasfondo ético y social de los personajes. Al principio, uno siente ira cuando ve a los traficantes rusos lucrar con cuerpos humanos, o a magnates multinacionales ensayar con la destrucción de un barrio entero con tal de ‘revitalizar’ la ciudad (¿alguien dijo gentrificación? ¿Querétaro?). Conforme avanza la serie, las intenciones de cada personaje se tornan claras y entonces uno termina por empatizar, aunque no los justifique, con cada uno de los héroes y villanos de la serie.
El tema fundamental en Daredevil, algo que viene desde los cómics, es la moral, la legitimidad de las propias acciones y de la violencia como método para resolver conflictos. Matt Murdock, la identidad, el cuerpo, si se le quiere llamar así, que se oculta bajo la máscara del superhéroe, es de origen irlandés. Como buen irlandés, irlandés prototipo, quiero decir; irlandés ideal, me corregiría Max Weber, Murdock subordina su albedrío a las exigencias objetivas que en el terreno moral hace la Iglesia Católica. Un hecho trivial, casi siempre omiso en un mundo profano como el de los superhéroes, como es la religión, adquiere en Daredevil relevancia, pasa a convertirse en leitmotiv y columna vertebral de toda la narrativa.
No hay capítulo en la serie donde el personaje principal deje de hacerse tres grandes preguntas: ¿es necesario matar? ¿Es posible detenerse? ¿Debo permanecer alejado de quienes quiero para que no salgan lesionados? Estas preguntas, cuya respuesta busca Matt Murdock, tanto en el confesionario como en encuentros con sus enemigos, jamás se responden del todo y atormentan a su portador de un modo que hace pensar, en términos ortodoxos, en las grandes batallas místicas que libraron los santos en su intento por hacer valer la voluntad de Dios.
El sufrimiento de Matt Murdock, quien además es un ciego, un desvalido, aparentemente un ‘débil’, es un sufrimiento místico y no solo eso, es también su fortaleza. La debilidad de Matt Murdock constituye su fortaleza haciendo eco de aquellas palabras en el evangelio que sentencian «los últimos serán los primeros» y «quien quiera ser el primero que se haga el siervo de todos», o «bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque de ellos es el reino de los cielos».
Daredevil, tiene hambre y sed de justicia y ese es otro gran punto que juega en contra suya. Su obsesión con la justicia, su deseo de limpiar la ciudad, de mantener alejado al mal de «las buenas personas de Hell’s Kitchen», es también la mayor tentación del personaje y la puerta que comunica su alma con las fuerzas de la oscuridad: tronos, dominaciones, potestades que finalmente le dan sentido al hecho de que el superhéroe católico se haga llamar ‘diablo de Hell’s Kitchen’.
Hell’s Kitchen es un vecindario de Nueva York, mayoritariamente irlandés y muy pobre. Casi 200 años después de la hambruna de patatas que azotó a la isla esmeralda, esa zona sigue siendo un hogar de boxeadores, rufianes, vendedores deshonestos y mafiosetes que se amparan en los clanes familiares. No es casualidad que Daredevil venga de ese barrio. Él es un santo, pero como en toda hagiografía, en su vida es necesaria una lucha contra el demonio que, contra la idea más infantil y sencilla, no está en los demás, no está siempre afuera, sino dentro de uno mismo, esperando para atacar y manifestarse, pisoteando la dignidad de los demás. Contra eso, contra sí mismo y su capacidad de destrucción, es la batalla que libra y que lo mantiene en una cuerda floja porque, como le revelará frecuentemente a su confesor, la indiferencia, desentenderse de lo que ocurre en Nueva York, del infierno cotidiano en el que vive encerrado, lleno de sirenas y gritos de auxilio, de violaciones y asesinatos, de asaltos y trata de personas, es al final algo tan perverso como terminar con la vida de sus enemigos.
El católico no solo peca de obra, sino también por omisión. No hacer nada, no es alternativa. Quizá sea lo más cómodo, pero no lo que haría un santo. Un santo toma su cruz, o su traje, «sus calzoncillos», diría Foggy, su pijama, diría el Punisher, un vigilante nocturno con una visión muy distinta a la de Daredevil. Un santo sale a pelear, pero no da más golpes de los que recibe. Para Murdock, como para su padre, un boxeador irlandés que pierde peleas amañadas para conseguir dinero, lo que importa no es tanto dar buenas palizas sino saber cómo recibirlas.
En estos tiempos, en los que al mal se le señala siempre afuera y en los que proliferan los gritos llamando a su eliminación de la faz de la tierra, conviene ver Daredevil. Conviene verla y aprender que, como Matt Murdock, con su catolicismo irlandés, al mal nunca hay que exterminarlo porque siempre está mezclado con el bien. Como el trigo y la cizaña del evangelio católico, lo mejor es permitir que el mal permanezca en el mundo, conteniéndolo, solamente, y en espera de algún milagro extramundano, que finalmente restituya la justicia entre los hombres.
Lo demás: lanzar piedras a la prostituta, o matar a los criminales, como hace el Punisher, o incluso tratar al Punisher con la dureza e inhumanidad que los medios de comunicación dentro de la serie le dan, es simple, llano y sencillo fascismo. El peor de los males, en otras palabras.