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12 de octubre, un día lleno de heridas

Por Dafne Emilia Martínez - 12/10/2021

Las recientes polémicas sobre las estatuas de Cristóbal Colón han reabierto heridas que el pasado colonial dejó en todo el continente americano

 12 de octubre, un día lleno de heridas

Foto: Especial

Con el 12 de octubre llega un cocktail de sentimientos que no puede evitar enquistarse en el debate público. Lejos quedaron los días en que el imaginario popular relacionaba esta fecha con las simpáticas tres carabelas que, partiendo de Palos de la Frontera, en las cálidas costas de Almería, encallaron en la isla de La Española, conocida por la población nativa como Isla Bohío, produciendo un acontecimiento que tendría consecuencias trascendentales para la historia de ambos continentes.

La cuestión es que esa imagen pastoral, que pintaba el viaje de Colón como una odisea digna de los Estudios Disney y que tiene más relación con fantasiosos programas de educación básica que con lo que en realidad sucedió, ya se ha vuelto insostenible. Lo mismo sucede con la versión que pinta a Colón como un héroe y a sus acompañantes como valientes civilizadores que trajeron las luces de la modernidad a un puñado de salvajes que vivían en taparrabos y se asesinaban constantemente entre sí.

El hecho es que los “civilizadores“ eran igual o más salvajes que las “pobres almas“ que vinieron a civilizar. Desde un inicio, la campaña de Colón estuvo lejos de tener intenciones humanitarias. Lo que el navegante genovés se proponía era encontrar una ruta por mar hacia las codiciadas zonas comerciales del lejano oriente, cuyo acceso terrestre, que otrora hiciera famosos a comerciantes como el veneciano Marco Polo, llevaba casi un siglo bajo el amenazante yugo de los otomanos. Algunos teóricos consideran que el viaje de Colón marcó el inicio del capitalismo.

Independientemente de si es posible o no circunscribir el origen del capitalismo a un fenómeno particular, es evidente que de no ser por ese viaje, difícilmente se habrían producido los cambios que caracterizaron a la modernidad europea. Sin embargo, no hay forma de que estos cambios hayan tenido lugar sin afectar profundamente a los pueblos que habitaban el terreno “descubierto“ por Colón. El llamado encuentro de dos mundos fue en realidad un proceso extractivista que se saldó con miles de vidas indígenas.

Estimaciones de la Universidad Nacional Autónoma de México sostienen que hasta el 90% de la población del continente podría haber muerto como consecuencia de este “inocente“ choque de civilizaciones. Visto desde la perspectiva de un habitante indígena de aquel entonces, la llegada de los colonizadores europeos fue una invasión alienígena en toda regla. Seres desconocidos, como los caballos, transportando a hombres rubios que disparan fuego y bajan de naves enormes conducidas por el viento.

Además, no vienen solos, con ellos traen enfermedades que fulminan a los más fuertes, diezman los campos y dejan desiertas las grandes ciudades. El hecho fue, sin lugar a dudas, traumático y el trauma aún es palpable entre los descendientes de las poblaciones colonizadas que en el caso de Latinoamérica viven aún entre quienes siguen adscribiéndose a los pueblos originarios, pero también entre la población general que en una amplia variedad de países, como Paraguay, Bolivia, México, Chile y Perú, desciende tanto de los colonizados como de los colonizadores.

Recientemente, a lo alargo de todo el mundo se ha desatado una furia iconoclasta contra las estatuas y monumentos que conmemoran el descubrimiento de América. La marabunta anticolonial comenzó en el norte del hemisferio, pero ya alcanzó la región latinoamericana, como quedó claro en la determinación del gobierno de la Ciudad de México de retirar un monumento a Cristóbal Colón que estaba sobre Paseo de la Reforma.

No se trata de negar el pasado o hacer como que nunca ocurrió. Los hechos históricos son inamovibles y poco hay que podamos hacer para escapar del peso que imprimen sobre nuestros hombros. Sin embargo, lo que sí podemos hacer es mirarlos de manera crítica y reconocer que, al final, lo queramos o no, somos producto de un infinito número de heridas y que para sanarlas, primero hay que reconocerlas, aunque tengamos que cuestionar la forma en que comprendemos el pasado y en que lo narramos.

 


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