La rabia y el duelo por los normalistas de Ayotzinapa
Crónica de la marcha realizada en el Distrito Federal por los estudiantes desaparecidos. Miles de personas se dieron cita para hacer saber que la vida nos importa, que el duelo importa. Que la rabia puede darnos algo, aunque sea sólo la esperanza
Por Juan Carlos Franco, queretano radicado en el DF y estudiante de Filosofía de la UNAM
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Nosotros somos los últimos. Los estudiantes de artes, los del INBA, del Centro Nacional de las Artes, de la UNAM. Los artistas, nos llaman los que gritan que nos apuremos, que nos arrimemos a la derecha, que no nos separemos. Actores, músicos, directores, artistas plásticos, bailarines. Estamos ansiosos: cantamos, gritamos. Pero sabemos que somos los últimos.
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Hace unos días apareció en el Huffington Post una nota firmada por el catedrático John M. Ackerman titulada “Massacred Democracy in Mexico”. A la mitad de ésta dicta, sin más: «Es tiempo de que la opinión pública internacional cambie de la columna de la “democracia” a la del “autoritarismo”». Sin haberla leído, es eso por lo que estamos aquí.
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Un alumno del Politécnico estaba en el vagón al que me subí para llegar al Ángel de la Independencia en metro. La gente parecía ponerle especial atención, considerando lo invisibles que son normalmente los vagoneros. Traía una alcancía improvisada. No escuché lo que dijo hasta que el tren llegó a la siguiente estación.
―Otra gran ayuda ―gritaba apasionado― sería que nos ayudarán a romper ese estigma, el estigma de la desinformación. No hay que quedarnos con los ojos cerrados, no hay que agachar la cabeza. Todos somos Ayotzinapa. Todos somos la educación de México.
El tren arrancó. El alumno del Poli agradecía. Los únicos que le acercaron la mano con una moneda fueron dos estudiantes.
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Un encapuchado grafitea un pilar del monumento que sostiene el Ángel de la Independencia: que mejor muera el mal gobierno y no los estudiantes. La gente, que mira hacia allá esperando avanzar, rechifla primero, corea después efusivamente «¡Sáquenlo!». El encapuchado se escabulle.
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Las consignas varían entre la lejanía y la imposibilidad, acaso el escepticismo (solidaridad y apoyo desde el DF a los estudiantes de Ayotzinapa, Todos somos Ayotzinapa) y la exigencia pura (Vivos se los llevaron, vivos los queremos; La calle huele a sangre pero nada pasa o, simplemente, en una pared del Hilton, 43 vivos). Hay, sin embargo, una enorme cantidad de enunciados que tienen más que ver con una forma de hacer las cosas dentro de las marchas, una forma de hacer la izquierda que ha sido rebasada por las circunstancias.
(Llamémosle circunstancias a la violencia, al capitalismo rampante, al narcotráfico, al desinterés, a la mediatización de todo lo político. Llamémosle circunstancias a México hoy.)
Pero hay una mujer parada, sola en el camellón de pequeñísimas pirámides irregulares de Reforma. Dirige una pancarta a las miradas de los marchantes:
22,322 + 43: que aparezcan todos.
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Hay, en este momento, más de 81 marchas programadas y están en paro casi ochenta escuelas de todo el país. La Universidad de Guanajuato entra en paro por primera vez en su historia; la Facultad de Derecho de la UNAM, el ITESO, la Ibero y el Claustro de Sor Juana van a paro o paro activo, todos ellos casos raros.
¿Qué está detrás de este repentino salto a la acción en tantas instituciones?
¿Qué representan los cuarenta y tres estudiantes desaparecidos?
¿Qué representa esta «desaparición», este secuestro, este asesinato?
Cuando pedimos que los cuarenta y tres regresen con vida, ¿qué estamos pidiendo realmente?
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Nos preguntamos cuánta gente habrá. Al mismo tiempo sentimos ―sabemos― que cualquier número será insuficiente. ¿Qué pensarán las personas que repudian esta marcha? ¿Qué se necesita creer sobre el país en que vivimos para indignarse más por el tráfico que genera una marcha durante tres horas que por la vida de cuarenta y tres personas (+ 22,322, como dice la pancarta)?
La Ciudad de México, sabemos, no es ajena a las marchas. Sólo en los dos meses anteriores hubo un gran número de protestas más o menos masivas. La Reforma Energética tenía encima el problema de la unión: no todos los mexicanos estaban de acuerdo en que fuera intrínsecamente mala, o algunos simplemente estaban a favor. Alguien incluso puede argumentar que es normal, incluso sano: no todo mundo puede estar en el mismo lado del espectro político en cuanto a recursos naturales, soberanía, política interna… La huelga en el IPN es demasiado local para despertar un ánimo realmente masivo. Atenco, #yosoy132, Tlatlaya, Ecatepec, Veracruz, los perpetuos casos de corrupción, de robo, la violencia en las ciudades y en el campo causadas por el narcotráfico, la en muchos casos evidente asociación de Estado y crimen organizado son, acaso, demasiado difusas (a falta de un mejor término: quiero decir, quizás, no lo suficientemente particulares o cercanas) para despertar una reacción masiva.
Pero ¿cómo negarse a repudiar un acto como éste? ¿Cómo puede cualquier persona negar que el Estado en todos sus niveles no está siendo suficiente y, lo que es más, nos está jugado chueco? O, diciéndolo sin retórica: nos está matando. Y repudiar no es un verbo suficiente: las vidas de cuarenta y tres personas (estudiantes o no, de bajos recursos o no, de zonas rurales o no) han sido puestas en peligro, y “muy probablemente” han sido asesinados. El lenguaje en este caso se hace presente como ocultamiento: lenguaje oscuro, legalmente válido, políticamente correcto: los cuarenta y tres desaparecidos, el repudio a los actos del gobierno, la solidaridad y el apoyo con los normalistas. Hay palabras que, en medio de la violencia, se vacían de sentido.
*
[¿Es que, como dice Judith Butler ―que, por cierto, firmó con Noam Chomsky y más de 10,000 intelectuales alrededor del mundo la “Carta abierta desde el extranjero”― hay vidas que no vale la pena llorar? ¿Vidas que merecen el duelo y otras que no?]
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Nos toma dos horas avanzar hacia el Zócalo desde nuestra quietud en retaguardia. Es una caminata lenta. Nos agarramos de los brazos, en unión. También hay gente tomándose fotos con las pancartas, con las estatuas intervenidas, selfies con los manifestantes como decorado. Los celulares se tornan omnipresentes: somos objeto de cientos de fotografías y videos. ¿A dónde irán a parar? Es dudoso que vayan a decorar sus álbumes familiares (¿alguien sigue haciendo álbumes de fotos hoy en día?). Facebook, Twitter. ¿Las verá alguien alguna vez más allá de un Like? La marcha, al final, es un asunto de visibilidad.
¿Quién nos verá aquí?, nos preguntamos.
Los que caminan con nosotros, los que nos miran pasar desde la banqueta, nos recuerdan la cara de los normalistas a cada paso: en hojas pequeñas, en lonas de gran formato, en pequeñas instalaciones con velas. Nosotros los vemos a ellos.
«El que no tiene rostro no existe», dice una pancarta.
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Hay un poema de Jaime Torres Bodet que se llama “Civilización”. Quizás debería citarlo aquí.
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La gente mira desde los edificios de HSBC, del Nacional Monte de Piedad, de Axtel, de El Universal. ¿Qué miran? ¿Están cómodos allá arriba? ¿O preferirían estar abajo?
«Ustedes que son padres de familia, pónganse en sus zapatos».
―¿Y usted está de acuerdo con esto? ―Seee. ―¿Sabes a qué vienen todos? ―A la… A los desparecidos, ¿no? De Guerrero. ―¿Y estás de acuerdo con que se hagan estas demostraciones? ―Pus la verdad sí, no es justo lo que están haciendo, ¿no? ―¿Quiénes? ―El gobierno. ―¿Crees que sirvan de algo? ―No. A la vez sí y a la vez no. Tienen sus contras. ―¿Por qué? ―Nunca vamos a poder con el gobierno. El gobierno se lava las manos que él no fue y ya, se acabó. ―¿Y has venido a otras marchas? ¿Sí vendes? ―Sí. ―¿Sí te sale? ―Más o menos, a veces sí se vende y a veces no.
Una frase recorre las pancartas de todos los contingentes: PRI-PAN-PRD asesinos. La desconfianza se ha hecho generalizada. La izquierda unida por el PRD es historia.
Ningún policía. De verdad. Ni uno.
Gente aplaudiéndonos del lado del camino, frente a la Alameda.
Utopía = Realidad
La bandera mexicana en blanco y negro, una y otra vez, como una pesadilla.
Si no creyera en la esperanza…
De pronto, el silencio. «A partir de la glorieta la marcha es silenciosa», nos dijeron, y se corrió la voz. Todo se esparce como nunca en una marcha así. Y antes de llegar a ese punto, silencio. Gente caminando en silencio en una ciudad que nunca se calla. Una veladora contra el piso o los cascabeles de los concheros, los gritos de furia a lo lejos o el suave zapateo que se convierte de pronto en un coro organizado de pies contra el piso, como una marcha militar que se alza en contra de sí misma.
A lo lejos, el grito de los enfurecidos.
La furia y el recuerdo.
¿Qué es más poderoso, el duelo o la rabia?
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A la mitad del camino, 20:57 hrs., justo frente al Caballito, alguien, quizás Julieta Egurrola, nos dice que, según nos han informado en internet, ya hay 100,000 tan sólo en el Zócalo. «Tres horas de marcha y 500,000 personas según nuestros cómputos, que no nos cuenten menos en los medios», nos grita una señora momentos después, con un orgullo indescriptible en el rostro.
Las cifras en los medios oscilan entre los 15,000 y los 50,000.
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En algún momento me doy cuenta que esto es, entre otras cosas, un funeral grandísimo.
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Y de pronto parece que todo termina. Decidimos no seguir al Zócalo y quedarnos frente a Bellas Artes. Es una decisión repentina, casi improvisada. Detrás de nosotros pasan más y más contingentes gritando, demandando. Nosotros cantamos, guardamos un minuto de silencio.
Y de pronto todo termina. La ciudad sigue, tan quieta como siempre, tan impetuosa y lejana.
¿Fue éste un suceso único? ¿O se trata del mismo caso de siempre, una marcha que no tendrá mayor repercusión? ¿Será que cada vez que asistimos a una manifestación de este calibre ―una verdadera apertura política, dirían los filósofos― sentimos lo mismo?
No sé. No lo recuerdo.
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¿Qué empieza cuando termina una marcha?
Cuando todos nos despedimos, con prisa para alcanzar el metro más o menos vacío, tuve la sensación de que nada acabó. Un coitus interruptus. Un caminar por una ciudad que no se enteró que algo más allá de sus límites aconteció. Skaters patinando. Taqueros sirviendo. Calles oscuras junto al metro. La novela de las 10. La chapa descompuesta de la reja. Una crónica por escribir.
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Me gustaría aventurar una respuesta. Lo que empieza es la esperanza.
(«La catástrofe es la excusa idónea para la cursilería», le leí al escritor Rodrigo Flores Sánchez en Facebook.)
Una esperanza de que los inconformes tengan un lugar, de que sean escuchados, de que unidos hacemos mejores las circunstancias, de que nuestro país no continúe su acelerado camino hacia la columna del autoritarismo, de que paren de una vez por todas las muertes en el país, incluso de que tengamos de vuelta a los cuarenta y tres que nos robaron.
O acaso una esperanza mínima: de que uno de nuestros puños conformen la foto que dará la vuelta al mundo, que una de nuestras velas alumbre a la opinión internacional y a los demás mexicanos a dar un grito más, a exigir más, a poner una marca más en el historial absurdo del Estado, hasta que tenga que aceptar que la gente no se deja, que las cosas no pueden seguir así.
¿Qué queda después de la marcha?
Retratos conmovedores. Un par de discursos ―de los padres de los normalistas― con la potencia de cambiar el curso de algo. Un grito masivo y un silencio masivo. Un nombre para la desgracia. Un Fue el Estado trazado en la plancha del Zócalo que nadie vio en vivo como lo verán las redes sociales, desde arriba, iluminado, inmortalizado. Y sobre todo un momento: 15 o 20 o 50 o 100 o 500 mil personas se dieron cita para hacer saber que la vida nos importa, que el duelo importa. Que la rabia puede darnos algo, aunque sea sólo la esperanza.